“Ocupar, resistir y producir”, es el slogan que utilizan los cooperativistas de la Industria Metalúrgica y Plástica Argentina ubicada en Almagro para reivindicar la resistencia que llevan adelante hace 16 años.
Desde la vereda de la
calle Querandíes, una cortada que presenta el frente de la fábrica, se escucha
el sonido constante de la máquina “Godzilla” funcionando, similar al golpe de
un martillo contra metal. Al compás de los pasos va subiendo su volumen hasta
llegar a su culmine frente al paredón con murales coloridos y cuatro puertas
donde nada dejan ver qué hay allí dentro.
El edificio de cuatro
pisos refleja el pasar de los años: las máquinas en desuso, chatarra apilada,
columnas oxidadas, vidrios rotos. Parecería que la historia de la lucha escrita
por sus trabajadores es la única capaz de lograr que todo se mantenga en pie.
La empresa productora
de aluminio fue fundada en 1910 con capitales alemanes y fue objeto de
políticas de todos los gobiernos desde ese entonces: el peronismo la
nacionalizó, la “Revolución Libertadora” intervino la empresa, Frondizi la transformó en una cooperativa
llegando a convertirse líder en el
mercado y presidir la Cámara de la Industria del Aluminio en Argentina.
En la década del 90,
la comisión directiva ejerció una política de vaciamiento que incrementó el
endeudamiento, al punto de hacerlo impagable, y despidió a 140 trabajadores.
Los capitales extranjeros, sedientos de estructuras edilicias y negocios
financieros inmobiliarios, posaron sus ojos sobre la calle Querandíes, detrás
de las vías del ferrocarril Sarmiento, para convertirlo en un shopping.
Cuarenta trabajadores decidieron dar
pelea. La fábrica no había quedado exenta de las políticas neoliberales de la
época y lo que comenzó con la lucha por el salario y las condiciones de trabajo
rápidamente terminó perdiendo fuerza a raíz de la desocupación que se agravaba
en todo el país. Y para sus trabajadores no pareció haber otra opción que tomar
la fábrica y ponerla a producir.
En mayo de 1998, con cuentas en rojo, sin luz,
gas ni teléfono, los asociados ocuparon la fábrica, recuperaron sus fuentes
laborales, desplazaron a los antiguos directivos, nombraron una nueva comisión
y entablaron nuevos desafíos: crear un centro cultural y un bachillerato.
Todo el proceso de
producción del aluminio que va de la fundición a la laminación para la
elaboración de pomos para aerosoles y dentífricos, envoltorios de alfajores y
bocaditos, y bandejas descartables, paso de estar a cargo de 40 compañeros a
130. Y de cobrar dos dólares por semana y obligarlos a que tengan que quedarse
a dormir en la fábrica para hacer menos gasto se pasó a tener una jornada desde
las 6 de la mañana hasta las 15.00 y con un salario igual en todos los
trabajadores.
Centro cultural
Subiendo por una
rampa aparece el salón que se usaba como depósito y que hoy es el lugar donde se llevan a cabo
las reuniones para todos aquellos que están adheridos a la cooperativa. Es el
único lugar libre y de mayor espacio, con grandes ventanales que abarcan el
largo de las paredes y atravesado por pasantes y columnas de metal que hacen de
sostén de telas y trapecios. Sus paredes negras y las maderas apiladas son el
lienzo de murales hechos en los talleres que se realizan luego de la jornada
laboral.
Una vez en el salón
se dejan de escuchar las herramientas chocando contra el aluminio para
convertirse en los sonidos de las clases de percusión, de guitarra, canto,
acrobacia, yoga, tango. Y así, de un lado
del edificio trabajadores de la metalúrgica, del otro, trabajadores de la cultura.
Eduardo Murua,
trabajador de la fábrica, comentó que un año después de ser tomada la fábrica y
con el desamparo gubernamental, sindical y jurídico, quisieros abrirse a la
comunidad, no les importaba sólo el tema de la producción, “no queríamos
imponer el discurso único de ese momento, el de la globalización, así que
pensamos en armar una fábrica de ideas lo que terminó siendo el Centro Cultural
La Fábrica”.
Su objetivo, agregaba
Murua, no sólo estaba puesto en la necesidad de formar un mensaje alternativo
desde la fábrica sino de generar un “paraguas” por si el poder quería
desalojarlos y que no puedan tener excusas para sacarle la fuente de trabajo.
Escuela
cooperativa
En el 2004 dentro de
la fábrica se abrió el primer bachillerato para jóvenes y adultos con
orientación en cooperativismo y microemprendimientos en base al proyecto de un
grupo de docentes de la Universidad de Buenos Aires.
Para llegar a las
aulas hay que pasar por un garaje con un camión cargado las materias primas y
bordear una sala de máquinas. Son tres pisos por escalera, con paredes blancas
y aberturas rojas. Arriba de todo parece otro mundo: el bullicio de las
herramientas, el sonido de los instrumentos y el olor a pegamento se extinguen.
En el aula no hay
pupitres sino mesas de madera con pintura nueva, negra y brillante, donde caben
cinco o seis personas de diferentes edades, entre ellos trabajadores y jóvenes
del barrio. Pizarrones grandes con pintura negra percudida con tiza y sillas de
todos los estilos y colores completan el ambiente.
Los días de clase
merodean los pasillos angostos adolescentes que abandonaron el secundario
y adultos excluidos del sistema
educativo. La cooperativa IMPA no sólo buscó integrar un sector excluido a la
educación pública sino lograr que la escuela sea una organización y lugar de
formación integral, para que quienes estudian tengan protagonismo en la organización
de su comunidad, lejos de brindar un servicio o asistencialismo.
La excepción a la regla
En la novela Vivir Afuera (1998) de Fogwill, el
personaje Wolf le reprocha en un momento a otro personaje: “¿Sabés lo que me
jode realmente de vos? (…) Eso que me decís que no te importa si lo que te
dicen es cierto o mentira. Eso jode de vos. Quiere decir que no te tomas nada
en serio”. Fragmento que refleja la actitud de la generación que vivía los
noventa: mirando televisión, consumiendo drogas, sobreviviendo en el trabajo y
atravesada por la lógica del consumo. Esa era la otra realidad fuera de la
fábrica. Parecería que IMPA fue la primera fábrica recuperada del país porque
eran momentos difíciles de creer en ideologías, generar cultura y pretender otro discurso que no ofreciera el
primer mundo. Pero cuarenta trabajadores pudieron resistir a todo ello y pelear
por lo que era suyo y, como si ello fuera poco, tomaron el desafío de ofrecer
otro discurso que incluyera a la educación y a la cultura, relegadas en las
políticas de la época.
Aún finalizada la
crisis del modelo neoliberal, IMPA sigue luchando por la expropiación
definitiva de la fábrica. A pesar de los acreedores que aparecen para llenarse
los bolsillos, de un estado que se desentiende de la causa, una justicia que
ordena el desalojo de “la empresa” y la persecución política de los
trabajadores creándoles causas penales, la fábrica resiste haciendo cultura,
educando y produciendo.
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